Texto comisarial. Las resilientes. Memorias imborrables
Comisariado
Mujeres Mirando Mujeres
(a partir de un texto de Mila Abadía)
Comprometida con la incidencia de la perspectiva de género en el arte, la colectiva reflexiona sobre el espacio que la sociedad ha dado a una generación olvidada.
En el complicado momento que estamos viviendo no podemos dejar de nuevo de lado a aquellas mujeres que han hecho que hoy, nosotras, estemos aquí.
Mujeres, muchas nacidas durante los años de la guerra, mujeres que vivieron su infancia y su juventud en la posguerra, trabajando desde niñas.
Segadoras de cuerpos ligeros pero extremadamente fuertes, lavanderas de manos diminutas, “que servían” por cama y comida en casa de los amos, como lo habían hecho en casa de los padres y lo harían después en la de sus maridos: mujeres sin derechos a las que se educaba exactamente para eso, para servir.
Mujeres en quienes concurrían la segregación de género y la profesional, la desigualdad educativa y política y la discriminación legal y laboral. Mujeres a las que con una “dote” -la licencia por matrimonio-, echaban de las fábricas al casarse.
Mujeres que salieron a trabajar fuera de casa y que continuaban haciéndolo al llegar a la suya; mujeres que, sin otro recurso, iban a fregar escaleras, sufriendo la crítica social que susurraba que “el marido no puede mantenerla”, como si trabajar fuera una deshonra. O las que trabajaban en sus casas, cosiendo por encargo, constreñidas al traqueteo constante de aquellas máquinas, hoy reliquias. Todas ellas sin seguro, sin cotización alguna.
Mujeres recluidas en sus hogares y supeditadas a una ideología cuya finalidad era convertirlas en buenas y piadosas madres de familia, reproductoras de los principios y consignas del nuevo Estado. Mujeres privadas de su derecho a la educación, a la cultura, a su cuerpo, a su sexualidad, al trabajo, a disponer de su propio dinero, confiado a padres y esposos, y a manifestarse como eran.
La posguerra les arrebató su juventud y su libertad, muchas fueron encarceladas y torturadas durante la dictadura, socializadas por una maquinaria franquista que las quería subordinadas al hombre, alejadas de la vida pública y ligadas exclusivamente a las tareas domésticas, al cuidado de los hijos y a la satisfacción del marido, y sometidas, porque les impusieron que habían nacido para vivir sumidas al hombre. (“La vida de toda mujer no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse”, Pilar Primo de Rivera).
En definitiva, mujeres destinadas a vivir su cotidianeidad en los espacios íntimos, privados o semipúblicos, en el hogar y en el núcleo familiar, sin dejar de prestar su importante contribución al trabajo productivo y la economía doméstica. Tal como planteaba Mary Wollstonecraft, una estrategia social que permitiría a los hombres mantener su hegemonía, fundamentar el discurso de la domesticidad y constreñir al sexo femenino dentro del ámbito familiar
Esas mujeres fueron las madres de las que en los años 60 y 70 pudieron acceder a las Universidades; pero para ellas ya era tarde, seguían siendo amas de casa y, en el mejor de los casos, peluqueras, vendedoras u otros trabajos propios de mujeres, siempre cargando con la doble jornada y el acostumbrado sometimiento, y tantas, con la violencia de género integrada, como condición inherente, normalizada socialmente.
También fueron ajenas a las teorías feministas que surgieron a finales de los 70, a la identificación del patriarcado como causa de la opresión femenina y a la conciencia de lucha feminista común, independiente de la clase social, raza o postura política. Por lo general, se mantuvieron al margen, aunque sufrieron si sus hijas se significaban en algún aspecto de la lucha. Con la Transición no cambió mucho la vida para estas mujeres, si bien, el feminismo fue abriéndose camino, fueron abriéndose los ojos, las miradas sororas, la necesidad de compartir entre compañeras.
Avanzado el tiempo, todas fuimos ganando derechos, pero siempre con esa pátina de desigualdad que hoy en día se mantiene, micromachismos impuestos y autoimpuestos. Salarios inferiores, techo de cristal.
La llegada de la crisis de 2008 motivó que tuvieran que compartir sus exiguas pensiones con hijos y nietos, volviendo a ocuparse de ellos, proveyéndoles de nuevo, cediéndoles sus sueldos y pasando a servir como cuando eran niñas: lavar, cocinar, limpiar, cuidar… y contentas, porque podían hacerlo, porque podían seguir siendo útiles, una situación que dejó a gran parte de estas mujeres agotadas, doloridas aunque no vencidas.
Tras un momentáneo alivio, llega el CoVid-19, sorprendiéndolas en residencias, tratadas por el virus como si fueran un excedente, un material sobrante no reciclado. Más longevas que sus parejas, aisladas en habitaciones, sin más comunicación que un teléfono a mano, si han tenido a quien llamar, encerradas en lugares donde han muerto en grupo, donde han vivido la mayor de las tragedias, la muerte, pasando de ser humano a ser una baja más, en la más absoluta soledad, sin despedida alguna posible.
Sin embargo, sabemos que muchas han salido reforzadas, como lo han hecho siempre, crisis tras crisis. Han aprendido ahora lo que es una videollamada o a manejar una red social, las nuevas tecnologías como herramienta que les da la cercanía que tienen prohibida.
Y como han hecho a lo largo de su existencia nos han devuelto mucho más de lo que les hemos dado. Nos siguen enseñando, mostrándonos que la vida se puede vivir de muchas maneras, incluso cuando no te dejan vivirla, porque con los recursos que tengas a mano siempre se puede luchar por tu propia dignidad.