Verónika Márquez. El error y la identidad
Bárbara Vidal MIRANDO A Verónika Márquez
«Desde muy joven, he utilizado mi cuerpo como una herramienta de trabajo.
Como fotógrafa me especialicé en el autorretrato.
Mi relación con mi cuerpo ha cambiado con el tiempo.
Ahora me veo a mí misma con la conciencia de ser mirada,
y explorando el ‘Yo’ entre la ficción y la realidad”
Verónika Marquez
Tuve la fortuna de conocer a Verónika Márquez con la mirada inocente de la completa ignorancia mientras investigaba sobre cuestiones de arte y género. Visitaba la exposición WOMANtoWOMAN, magnífico comisariado del fotógrafo Ciuco Gutiérrez para la Galería CERO, una colectiva con 8 mujeres fotógrafas que el comisario presentaba con un interesante argumento: “Nunca en la historia de la fotografía ha habido tantas mujeres que se expresen con la cámara. Este hecho, junto a la llegada de las cámaras digitales y de la facilidad de la difusión de los trabajos fotográficos a través de internet, han configurado unos nuevos paisajes y territorios visuales”. Y quiso la circunstancia que aquel día coincidiera con la charla que daba la uruguaya Verónika Márquez sobre uno de sus recientes trabajos, La última cena de Verónika Márquez, una suerte de lectura de su recorrido vital y profesional que cuajaba en una obra mixta, a veces fotografía, a veces perfomance, a veces coreografía, a veces epistolario. Desde ese día, agradezco a Ciuco Gutierrez haberme dado a conocer uno de los trabajos más honestos y valientes de estos tiempos.
Al hablar de mujer, fotografía, autorretrato e identidad, vienen fácilmente dos referencias a la cabeza: Cindy Sherman, cuyo uso del disfraz y la mascarada le han servido para retratar con enorme ironía a mujeres y hombres de todas las capas sociales, como si de un ejercicio de “travestismo psicológico” o de juego de roles se tratara, y para hablar sobre diversas cuestiones como la posición de la mujer en la sociedad, los medios de comunicación, las relaciones de poder o la naturaleza del hecho artístico; y Francesca Woodman, su antítesis creativa, escapista patológica cuya mayor ambición era desaparecer de la escena, mimetizarse con el entorno, fundirse con el paisaje y abandonarse, perder, hasta sus últimas consecuencias, rostro, cuerpo e identidad.
El caso de Verónika es distinto. Ella trabaja también con su cuerpo, pero en ningún caso se disfraza de otro o se esconde de sí. Ella se celebra. Ella es la protagonista de sus imágenes. Ella y todas sus “ellas” porque, si somos lo que proyectamos, Verónika ha invocado a todas sus identidades y las ha sentado a la mesa, siendo todas y ninguna a la vez.
Cuando la fotógrafa dice que ha usado siempre su cuerpo como herramienta de trabajo, lo dice en sentido literal ya que, antes de dedicarse al foto-periodismo primero y a la fotografía artística después, Verónika fue scort, chica de compañía, prostituta. Esta particular relación con su cuerpo y su versatilidad para convertirse en cualquier mujer en función de las apetencias del cliente fue el germen de su trabajo y del nacimiento de su primer alter-ego, Camila.
Camila es sexual, provocativa, exuberante, deslenguada, expresiva y voluptuosa, y convive con Verónica, racional y conservadora, ordenada, prudente y metódica. Camila es también el nombre de la serie de fotografías que retratan el acercamiento y la convivencia casera, en zapatillas, de las dos identidades de la fotógrafa. El fotomontaje se convierte en el canal mediante el que se relata la historia ya fraternal entre Camila y Verónika, una historia que continúa en la serie Montevideo, un viaje familiar a los orígenes de ambas, a la ciudad en la que crecieron, a sus parques, a sus costumbres. Un viaje a los pilares de una identidad cultural en la que se forjaron conceptos como la religión, la tradición o la sexualidad.
Como en la mitosis celular, Verónika Márquez se vuelve a desdoblar en la pieza de video Espejo, en la que Verónika y Camila dan paso a un personaje neutro. La metamorfosis llega con el rasurado del cabello y el nacimiento de una nueva identidad.
En su búsqueda constante de seres posibles, la fotógrafa realiza la serie Turquía vestida con el türban tradicional para encarnar a la mujer más opuesta a ella misma, una mujer inmersa en un universo normativo de “protección” y escondimiento del cuerpo femenino que le permite experimentar con la mirada del otro.
Fotografía, video y performance, Verónika Márquez cuestiona con todos los medios las realidades que tenemos como válidas y se pregunta también acerca de su propia identidad religiosa. La última cena de Verónika Márquez es el homenaje de la uruguaya a la imaginería católica y a las enseñanzas -cuentos y fábulas prodigiosas en su recuerdo- que recibía de niña. Ella crea sus propios apóstoles y encarna su propio Jesucristo, ser puro y plenipotente que reparte mate en comunión esencial con todas sus personalidades. Pero es, además, un finísimo y elegante ejercicio de montaje digital, stop motion, horas de estudio y más de 15.000 disparos que hacen posible una magistral escena coral con diálogos, pole dance y coreografía incluidos.
De aquella educación religiosa Verónika conserva un episodio esencial que marcó sin saberlo su vida y que brota hoy, años después, en su último proyecto. Eran famosas en Montevideo unas señoras muy pintadas que se apostaban en las esquinas esperando piropos y clientes y ante las preguntas de Verónica-niña, la madre le contó quiénes eran ellas para, inmediatamente, consolarla diciendo: “Pero no te apures. Las putas serán las primeras en llegar al cielo”. En Todas las putas van al cielo, una serie en formato gif que la fotógrafa ha desarrollado durante una residencia en Noruega, la autora se pregunta cómo es ese cielo de las prostitutas. Con fotografía móvil, un experimento new media que aprovecha lo mejor de las nuevas tecnologías y el lenguaje de las redes sociales, redime a todas las escorts del mundo y les reserva un lugar idílico unido a la madre naturaleza. Verónika devuelve a sus putas todo el placer que dieron.
Verónika avanza cámara en mano por el territorio visual quizá más inexplorado e inhóspito, el inner self, el yo interior, a modo de exorcismo de sus propios fantasmas, poniéndoles nombres, dándoles rostro y, con este ejercicio absolutamente íntimo, provoca en “el otro”, en el que mira, ciertas revelaciones no siempre cómodas sobre su propia libertad, su sexualidad, los condicionantes morales y culturales que le conforman, sus límites y renuncias. Y, como el gas, silencioso, inocula una enseñanza de progreso: muchos de nuestros errores (el error de luz en Rosedal, el error de foco en Parque Rodo, las medias rotas, el encuadre imperfecto, la “mala” vida…) son la semilla de nuestras mayores virtudes.
Imágenes © Verónika Márquez | Web
Texto: Bárbara Vidal | Web