Amaya González Reyes, Chica Chica Boom Chic
María Marco Covelo MIRANDO a Amaya González Reyes
Amaya González Reyes esconde un arma. Se cubre la cabeza con una media de encaje, parece que va a disparar, pero no lo hace. Ejecuta solo el ademán del gesto, dibuja su amenaza. González Reyes es una francotiradora que actúa en solitario, siempre alerta esperando el momento preciso; aquel en el que arte y vida sean una misma cosa y no cualquiera otra, no una ficción, ni un producto, ni representación, ni belleza, tan solo.
Su trabajo artístico bebe de las secuelas del arte conceptual valiéndose de sus estrategias para desentrañar los conflictos que emergen de su vida cotidiana, pero también —y sobre todo— para trabajar con las paradojas del propio sistema artístico, reflexionando sobre el papel del coleccionista o sobre la propia producción artística (Coleccionar coleccionistas, 2004 o Confesiones, 2009). Desde esta atalaya González Reyes ha desarrollado un interesantísimo corpus de trabajo donde la producción artística se piensa a sí misma como mercancía, valor y producto, transitando, por ejemplo, por el valor estético del dinero (En efectivo, 2006) o revertiendo las facturas de compra de sus gastos diarios durante un año en lienzos de su mismo valor en un ágil juego de perversión del sistema mercantil (Yo gasto, 2008).
Miro estos trabajos de Amaya González Reyes (haciendo un guiño al título del proyecto mujeresmirandomujeres.com para el que va destinado este texto) y entiendo estas prácticas como aportaciones imprescindibles que hacen de González Reyes una artista singular, ágil, efervescente y esencialmente contemporánea. En un mundo atestado de objetos más o menos interesantes, como dijo Douglas Huebler, debemos cuestionarnos la disparidad entre producción y consumo interpretando también las prácticas artísticas a partir de su contexto, necesidad y sostenibilidad.
Desde que comienza su trayectoria artística hace más de quince años licenciándose en la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra González Reyes conjuga la estética como contingencia, renunciando al preciosismo del culto formalista. Se empeña en combinar razón y emoción, embarcándose en arriesgados proyectos que den forma a su entropía, que solucionen ordenadamente su inherente caos. Poliédrica y lúdica, juega con las disciplinas artísticas articulando las ideas a través de cualquier medio —el que mejor se adecue a sus propósitos—y parte de la escultura para derivar en dibujos, fotografías, instalaciones o performances cursando recientemente un Máster en Artes Escénicas y especializándose en Estudios Literarios. El objeto ahora también se hace palabra, deviene acción.
Sus performances son, quizá, sus armas de gran calibre. En ellas dispara indiscriminadamente sin ambages, rompe las distancias con la audiencia, desafía los estereotipos. Como en una de las primeras performances que pude ver en directo: Proyecto para una performance que no se realizará, en el año 2007, en la que se valía de las expectativas del público para que ellos crearan la performance perfecta, una actuación que por supuesto nunca tendría lugar; y que se situaba en la línea del trabajo de esos “artistas sin obras” o de “preferiría no hacerlo” de Dora García, Enrique Vila Matas o Jean-Yves Jouannais. En un cuerpo de producción desmaterializado el hábil ejercicio del discurso se convierte en el arma más eficaz. Esta es otra de las estrategias que toma del arte conceptual y que declina a través del dibujo, la instalación o el arte textual, como en su individual Artísticamente correcto (2016) en la que diversos aforismos reflexionan sobre la naturaleza y la legitimidad de la obra de arte convirtiendo cada obra artística en una suerte de metapieza; piezas autónomas que se cuestionan a sí mismas como si tuvieran vida propia.
En el año 2015 nace Julieta. El taller se traslada a la cama y la mesita de noche sustituye a la mesa de trabajo. Julieta se convierte en signo y el colecho del bebé se transforma en una maravillosa serie de dibujos. Amaya imagina y dibuja a su hija en la oscuridad mientras ésta duerme y el proyecto Colecho (2015-) surge como un trabajo de campo a partir de pequeñas libretas de apuntes. Vida y arte cohabitan como una solución metodológica operativa, pero también como consecuencia de un instinto que se alimenta de obsesión y ternura. En estas piezas la mirada se vuelve háptica, deseosa de alcanzar el corazón vivo de las cosas, de perseguir su esencia. Su escritura se vuelve tacto en un sentido deleuziano, estableciendo una nueva categoría: el dibujo-caricia.
Esta declinación de los afectos en clave freudiana, el trabajo en proceso, la relación maternofilial y la visibilización de prácticas, como el colecho, que habían permanecido subordinadas a una hegemonía masculinizada de la visualidad, conectan esta pieza con el trabajo de teóricas feministas como Laura Mulvey o Juliet Mitchell, referentes en la visibilización de cotidianidades femeninas ensombrecidas por las prácticas escópicas dominantes. El trabajo de artistas como Mary Kelly en Postpartum document (1973-78) en la que usa objetos significantes en la relación maternofilial o Mierle L. Ukeles con Maintenance Art Works (1969–1980) quien después del nacimiento de su primer hijo decide trabajar en torno a las tareas domésticas infravaloradas, al igual que el de González Reyes, resuelve en sintonía la cotidianidad y las necesidades de lo femenino desde el arte.
Así dispara González Reyes. Escudriñar toda su parábola balística nos llevaría muchos más párrafos, algoritmos y referencias, porque su trabajo no responde a una práctica inercial de repetición de fórmulas, sino a la valiente enunciación de preguntas que no persiguen, necesariamente, apuntar ninguna respuesta.
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María Marco Covelo. Crítica, investigadora, coleccionista y comisaria de arte contemporáneo | Web